12 octubre, 2014

ROBA, PERO HACE OBRA

Es la frase que ha generado un gran revuelo en Perú durante las últimas semanas; debates en los diarios y las redes sociales. Aunque no es una etiqueta nueva –desde hace años se asocia a ciertos políticos- esta vez incluso el presidente Humala ha condenado explícitamente estas prácticas ilegales.

El pasado domingo 05 fue elegido alcalde de Lima Luis Castañeda. Un político cuestionado porque en su anterior gestión 21 millones de soles (€ 5,7 mill. de euros) fueron birlados a las arcas del municipio en el denominado “Caso Comunicore”. Sin embargo el 50,7% de los votantes lo eligió nuevamente como alcalde de la ciudad. En otras regiones candidatos vinculados al narcotráfico o las mafias han sido elegidos.

Al margen de las consideraciones económicas o culturales que expliquen los triunfos y fracasos electorales, es muy grave esta “legalización” de una práctica que consiste en pisotear la ética y la ley, pero hacer obras que contenten a los votantes. Con sus votos, un sector de la ciudadanía parece justificar el robo por una “buena causa”; apañar comportamientos que desprecian los valores cívicos.

En este contexto es legítimo preguntar: ¿A qué precio el Perú está creciendo económicamente? ¿Cuál es el límite para decir basta? ¿Hasta cuándo los líderes institucionales mirarán para otro lado? ¿Por qué hay gente que vota a estos candidatos sin el menor remordimiento? ¿Por qué luego esos votantes se consideran víctimas, cuando son en gran medida cómplices?

Las sociedades más progresistas no son bipolares. Lima -que contiene a un tercio de la población peruana- es una ciudad con atractivos. Su pujante mercado laboral; el auge de la gastronomía; su mar; el remozado aeropuerto internacional... Pero Lima es al mismo tiempo una ciudad atemorizada por los robos y la corrupción; que convive con vigilantes privados, con parques enrejados y cercos electrificados.

Hace falta una estrategia nacional de desarrollo armónico que compatibilice el crecimiento económico con el fortalecimiento de valores; políticas que convenzan a los ciudadanos que los principios éticos no son letra muerta. En resumen: que no hace falta vender el alma al diablo para progresar.

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