Ni la
industria automotriz, ni la industria petrolera; ni ningún presidente de EE.
UU. o secretario de la ONU lograron
jamás lo que la industria transgénica consiguió estos días: reunir a más de 100
premios Nobel e investirlos como abogados de una sola causa: más transgénicos y
menos cuestionamientos.
La reciente
declaración de estos científicos no parece una acción espontánea, sino un golpe
estratégico muy bien planificado. Una evidencia del ingente poder de algunos lobbies
que superan la influencia de cualquier gobierno nacional. No es casual la
aparición de este documento, en medio de las grandes dificultades que enfrenta
Bayer para adquirir Monsanto, debido a la mala reputación y el rechazo
social que produce la corporación estadounidense.
La auto
sacralización de los científicos y el tono conminatorio de la carta no ayuda a
un debate mesurado y consensuado. Aunque es una obviedad, los firmantes también
tienen intereses, que van más allá de su altruismo. El principal promotor del
documento -el bioquímico inglés Richard Roberts- es un conocido defensor de Monsanto,
que acusa a la Unión Europea de poner trabas
a los transgénicos por cuestiones políticas, vinculadas al comercio.
En el ya histórico
documento
se aprieta más la tuerca y se apela al hambre de los niños pobres (argumento
que nadie discutirá) para proponer la solución
final: los transgénicos. Olvida mencionar
el alegato la equidad económica y el rol de los gobiernos y las empresas en
este tema; ignora los efectos en la salud de las personas y el medio ambiente de
los organismos genéticamente modificados.
Los debates
en los foros de Internet y prensa digital son irreconciliables, pero los
argumentos de uno y otro bando parecen enfrascados en llevar el debate al
aspecto técnico, como si la salud y la economía ciudadana fuesen temas reservados
a genetistas y químicos. El asunto de fondo y mucho más importante en el
mercado de transgénicos es el modelo de negocio, que prácticamente deja en
manos de una sola corporación el tipo de alimento, el precio a pagar, y hasta
el banco de semillas que ha sido patrimonio universal de la humanidad desde
hace milenios.
Los
monopolios están prohibidos en casi todos los estados, y en la Unión Europea también;
incluso han sido demandados
y multados… pero por alguna razón la industria de los transgénicos no ha sido aún
objeto de este tipo de cuestionamientos. Las objeciones se han limitado a
aspectos técnicos de esos productos. Otro tema pendiente, y postergado, es el
etiquetado de estos alimentos que hasta la fecha han esquivado las autoridades
de los países donde se comercializan estos alimentos.
En el tema de las transgénicos los ciudadanos tienen
mucho que decir y las empresas que escuchar. Los gobiernos tienen la obligación
de la mayor transparencia posible; de arbitrar un debate menos dogmático y más democrático.
Ignorar las opiniones de los distintos grupos de interés no solo es antidemocrático,
sino poco inteligente y peligroso para la convivencia social. Las empresas
transnacionales deben asumir seriamente su responsabilidad social, o terminarán
pagando caro el oscurantismo, como ha ocurrido recientemente con una histórica
marca de automóviles, otrora orgullo de una nación.